Importante que el hijo de Dios sepa qué dice la Biblia sobre cada tema, para que, más allá de su viabilidad a través del permiso legal, si la ley de Dios se opone, eso sea suficiente para nosotros.
El aborto es una realidad escalofriante alrededor de todo el mundo: una estadística de la década pasada da cuenta de una cifra mundial que rondaría los 55 millones de abortos anuales, lo que significaría, increíblemente, más muertes que las que produce una guerra…
Así y todo, cada vez son más los países que luchan por la legalización de esta práctica.
Como cristianos, debemos adoptar una posición al respecto, no porque sea necesario oponernos al establecimiento de una ley de este tipo, ya que sabemos que las leyes no están confeccionadas por hombres espirituales, y rara vez atiendan a lo que dice la Palabra de Dios sobre ellas. Lo importante es que el hijo de Dios sepa qué dice la Biblia sobre cada tema, para que, más allá de su viabilidad a través del permiso legal, si la ley de Dios se opone, eso sea suficiente para nosotros. El mundo seguirá marchando por sus carriles, y nada nos permite suponer, desde el punto de vista escritural, que el mismo marche hacia su mejoramiento absoluto o hacia su moralización o perfeccionamiento. Todo lo contrario. Mientras tanto, los creyentes que seguimos en el mundo, debemos apartarnos del mal.
Desde el punto de vista de la clase, podemos encontrar tres tipos de abortos: el espontáneo, esto es, el que se produce sin intervención humana de ningún tipo, deviniendo en la pérdida del bebé, a pesar de cualquier esfuerzo en contrario, y el provocado. A su vez, este puede ser de dos tipos: terapéutico y eugenésico. El primero se practica por orden médica en los casos de embarazo detenido, huevo muerto o embarazo fuera de lugar, los cuales no tienen ninguna posibilidad de subsistencia.
El segundo es el que nos interesa, porque es el aborto practicado deliberadamente, sea por la razón de un embarazo no deseado, o por la sospecha de una malformación o alguna especie de tara en el bebé, u otra causa. En este caso, y sólo en este, hablaremos de aborto propiamente dicho, a los efectos del tema que nos ocupa.
Para empezar diremos que en la Biblia nunca el aborto es un bien, sino una desgracia. Aquellos que defienden el aborto provocado como un bien, invocando razones de derechos humanos, derechos a la elección, etc., deberían saber que esta no es una opción contemplada en las Sagradas Escrituras. El aborto, en los ejemplos bíblicos, nunca es una elección, sino una fatalidad: Génesis 31:38, Éxodo 21:22-24, Job 3:16, Salmos 58:8, Eclesiastés 6:3.
Como contrapartida, siempre y en todos los casos independientemente de la elección de los padres, los hijos son considerados como una bendición, y como herencia divina: Salmos 127:3.
Todo esto podría probar, sin lugar a dudas, que la Palabra de Dios desconoce la práctica del aborto voluntario, y por ello no hay en sus páginas normas expresas que prohíban este recurso.
Este argumento, aunque parece válido, podría resultar insuficiente, toda vez que expresamente no dice la Biblia “No abortarás”. Sin embargo, podríamos remitirnos a la ley dada a Moisés, en la cual encontramos sí, “No matarás” (Éxodo 20:13). Para quien considerara incompleto el consejo del Antiguo Testamento, o pasado de moda, o ya superado en la nueva dispensación, tenemos un texto muy claro del apóstol Pablo, en 1 Corintios 3:16 y 17, en el cual se considera al cuerpo como templo del Espíritu Santo, y se exhorta muy seriamente acerca de la prohibición de destruirlo.
Ahora bien, cualquiera está de acuerdo con esto, en términos generales, y nadie se quisiera hacer cargo de la muerte de un ser humano, ni siquiera aquellos que están a favor del aborto. En efecto, el punto medular de la discusión se centra en la interrogante: desde cuándo el embrión puede considerarse una persona, esto es, cuál es el instante, ínfimo, pero bien definido, en que el feto deja de ser una masa de tejidos y comienza a ser un ser humano particular, con cuerpo alma y espíritu.
Y decimos que esta es la cuestión medular, porque los abortistas se apoyan en el “hecho”, para ellos, obvio de que lo que está en el útero materno no es efectivamente un ser humano, sino una mezcla de células que llegará a su condición de pleno ser en un tiempo futuro.
¿En qué momento, en qué minuto puede uno considerar que una vida no tiene ningún significado y al minuto siguiente pensar que esta misma vida ya es algo maravilloso?
La ciencia sabe que al momento de la concepción las células masculina y femenina han sufrido una transformación que reduce sus cromosomas de cuarenta y seis a veintitrés cada una, para que al unirse, entre ambas formen las cuarenta y seis necesarias para la vida humana. Esta nueva célula producto de la unión contiene ya el ADN (ácido desoxirribonucleico), que lleva en sí toda la información genética que si no es interrumpida dará lugar al nuevo ser. Este ADN contiene la información, a imagen de una complejísima computadora, aun de cómo será ese ser al llegar a la vida adulta. Quizás el Señor ya había previsto este descubrimiento tan reciente como novedoso y nos lo había anunciado en su Santa Palabra… Salmos 139:16.
Ese nuevo ser, aun antes de que su madre sepa de su existencia, a los veinticinco días de ser gestado, ya tiene su corazón latiendo. A los cuarenta y cinco días se pueden captar sus ondas encefalográficas. A las ocho semanas tiene formado el cerebro y sus huellas digitales definitivas, aunque más pequeñas. Dos semanas después tiene en funciones sus glándulas tiroides y suprarrenales, mueve los ojos, traga, mueve la lengua, tiene hormonas sexuales. En la decimosegunda semana tiene uñas, succiona el pulgar, es sensible al dolor.
Ahora bien, algún escéptico podría argumentar que esto no es suficiente prueba de si ese es un ser humano completo, con cuerpo alma y espíritu. Al respecto diremos que, a excepción de Adán, que fue creado del polvo de la tierra, y Dios mismo en un acto posterior le da aliento de vida, todas las demás criaturas humanas son formadas, en cuerpo, alma y espíritu conjuntamente, en el mismo instante de la concepción.
En el Salmo 58:3, el salmista dice que hay impíos que lo son desde el útero, lo cual confirmaría la existencia de un ser con cuerpo, alma y espíritu aun en su vida intrauterina.
Job, en su angustia, añora la posibilidad de no haber nacido, y de esta forma haber pasado a la eternidad desde su habitación prenatal (Job 3: 9-19).
Con todo esto queremos significar que, aun cuando desde la ciencia no se puede establecer el momento exacto en que ese embrión es un ser humano completo, aunque en desarrollo, desde la Palabra de Dios se puede comprender mejor esta realidad, arrancando desde el hecho ineludible, y comprendido por fe, de que Dios es el autor, creador, dador y sustentador de la vida: Hechos 3:15, 1 Samuel 2:6.
Dice la Biblia que este nuevo ser es creado a imagen y semejanza de Dios, como remarcando la intención santa y sublime que Dios tiene con cada criatura humana, por sobre toda otra criatura. Todo fue creado por la Palabra de su poder, pero del ser humano dice que Él lo formó, especialmente, y sopló en su nariz el aliento de vida.
El ser humano, además de producto de una relación entre dos personas, y por sobre ella, es:
* Creación de Dios: Salmos 139: 13.
* Proyecto de Dios: Salmos 139:16.
* Propiedad de Dios: Salmos 22: 9 y 10.
Veamos algunos otros textos ejemplificadores: Salmos 139:13–16, Isaías 49:1, Jeremías 1:5, Salmos 8:4, Gálatas 1:15, Salmos 104: 29 y 30, Job 12: 10, Isaías 44:2 y 46: 3, Mateo 25: 34, Lucas 1: 41 y 43, Lucas 1: 15. Deuteronomio 32:39, 1 Samuel 2:6, Job 10: 8 y 33:4, Salmos 71: 6, Daniel 5:23, Hechos 17:25.
Todas estos textos bíblicos que estamos analizando probarían espiritualmente (no racionalmente o científicamente) que el hombre es una creación divina: cada hombre de todas las edades, y no generalmente, sino en particular, desde el mayor hasta el más insignificante. Que cada uno estuvo en los planes del Señor desde antes de la fundación del mundo. Que este mismo creador conoce a todos por sus nombres (Isaías 49:1), tiene proyectos sobre ellos, los ha dotado de eternidad, y además que somos propiedad suya, de acuerdo con su soberanía y su amor para con cada uno.
Por todo lo que venimos exponiendo sostenemos que desde el momento exacto en que un óvulo y un espermatozoide se unen, por la voluntad soberana de Dios, eso es ya un nuevo ser, con todas las potencialidades de cualquier humano, dotado de cuerpo, alma y espíritu. Como tal, tiene derecho a la vida como cualquiera de nosotros. ¿Quién consideraría lícito matar a un niño inmediatamente después de nacer, aún invocando razones sumamente entendibles? ¿Por qué, entonces, matarlo antes de que nazca? ¿Sólo por el hecho de no verlo podemos negar su existencia? ¿Podemos olvidar para estos casos el precepto divino de no matar?
Algunos podrán invocar razones de humanidad, para los casos de bebés con malformaciones, enfermedades o discapacidades de cualquier tipo. Así y todo, ¿puede un ser humano decidir sobre la vida de otro que singularmente es una criatura de Dios, pensada, formada, creada y sustentada por él? ¿No es, acaso, negar la eficacia de la soberanía divina sobre el tal ser, sobre su entorno familiar o sobre las circunstancias que los rodean? Veamos algunos textos: Éxodo 4:11, Eclesiastés 7:14, Isaías 45:9-13, Daniel 4:35, Proverbios 16:4.
El aborto es, desde el punto de vista escritural, la muerte de un ser humano como cualquier otro que, aunque aún no ha llegado a desarrollarse en toda su potencialidad, de igual modo ya están escritas de él todas las cosas que habrá de alcanzar, en el decreto de predestinación. Asimismo, desde el primer instante de gestación el Señor ha impreso en su código genético toda la información referente a sus características humanas que lo acompañarán por el resto de su vida: su talla, color de ojos, contextura física, pero también sus rasgos de carácter, inclinaciones, personalidad, etc.
Como criatura de Dios que es, única e irrepetible, merece la vida, que en todo caso no es nuestra, sino de aquel que se la dio.
Matarlo, es cometer un grave pecado, el cual estaba contemplado aun antes de que la ley se formalizara a través de los diez mandamientos: Génesis 4:15, 9:6. A través de estas leyes y estos pactos de Dios con el hombre, lo que el Señor enfatizaba era el carácter santo de la vida humana, que le pertenece doblemente, por creación y por redención.
Como cristianos, entonces, debemos rechazar de plano al aborto como opción, y ni siquiera como opción extrema, exceptuando el caso terapéutico de muerte del feto o de peligro de vida para la madre, el cual es ya casi nulo debido a los avances científicos modernos. En todo caso, estas serán situaciones particulares que deberán conllevar tratos particulares y conclusiones específicas, adaptadas a cada circunstancia, y en ningún caso se podrá generalizar.
Un punto aparte merecen las consecuencias indeseadas de un aborto, que rara vez se explican a quien ha tomado una determinación en este sentido. Más allá de las posibles consecuencias físicas y médicas, que no es el caso tratar aquí, pero que pueden llevar a la esterilidad permanente o a la muerte, más abundantes y factibles de aparecer son las secuelas emocionales, a veces transitorias, las más, permanentes. La naturaleza triple del ser humano hace que este sea mucho más que sólo un cuerpo, que puede no recibir el impacto de un hecho tan grave. El alma y el espíritu humano pueden ser atormentados por serias derivaciones: la ley moral escrita en nuestros corazones por el Creador, más tarde o más temprano, dará cuenta del pecado cometido.
Existen muchos casos, médicamente comprobados, de trastornos severos post-aborto: sentimientos de culpa, ansiedad, depresión, manías, demencia, intentos de suicidio. Muchas veces la persona ni siquiera relaciona su padecimiento con un aborto anterior, pero la realidad del problema se encuentra allí.
Es que la consecuencia del pecado siempre es nefasta. Veamos como ejemplo la historia de David y Betsabé, en 2 Samuel 11 y 12, y volvamos a comprobarlo en Gálatas 6:7.
También es cierto que todos los pecados que tienen algún tipo de relación con lo sexual acarrean efectos graves: 1 Corintios 6:18, Salmos 32: 3 y 4, Proverbios 6: 32 y 33.
Lo cierto es que, y siguiendo con el ejemplo de David, nuestro Dios es un Dios clemente y misericordioso, capaz de perdonar este y muchos otros pecados más, y asimismo presto a borrar nuestras iniquidades y las heridas que ellas hayan provocado en nuestro corazón.
Sólo hace falta acercarse a Él con arrepentimiento, como David lo expresara en el salmo 51, luego de que el profeta Natán le advirtiera de su pecado. Recién entonces llega la dicha del perdón y el ser rodeado con cánticos de liberación (Salmos 32).
En cuanto al niño que no alcanzó a nacer, y si creemos todo lo que venimos exponiendo acerca de que es una creación de Dios, dotada de cuerpo, alma y espíritu al momento de su concepción, podemos abrigar la esperanza de encontrarlo allí en su gloria, cuando todo lo pasajero haya terminado, y juntos cantemos las glorias del Cordero…
Porque, estas son “las maravillas del Perfecto en sabiduría” y “por más que el hombre razone, quedará como abismado” (Job 37:16 y 20).