“También dijo: Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes. No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba.
Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como uno de los jornaleros. Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo. Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo, y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse.” Lucas 15:11-24.
Este pasaje de las Sagradas Escrituras se conoce como LA PARÁBOLA DEL HIJO PRÓDIGO, y nos da una enseñanza preciosa. Se trata de la historia de dos hermanos, y cómo el menor de estos decidió alejarse de su hogar y de su familia, para malgastar toda su herencia con sus amigos. Y asimismo, cuando una persona se aparta de Dios, entra en un éxtasis, en un túnel, en la oscuridad de las tinieblas, porque se aleja de Cristo, que es la luz del mundo. Por eso, desecha las bendiciones y los tesoros eternos de Dios, a cambio de los placeres vanos, costosos y efímeros.
Este joven lo perdió todo, no solamente quedó en la ruina sino que el país lejano donde vivía sufrió una hambruna, y tuvo que pedir trabajo a una hacienda. Para no morirse de hambre aceptó, pues, ejercer una ocupación que era abominable para los judíos: apacentar cerdos.
No obstante, con el transcurso de los meses y el aumento de la miseria, aquel hombre volvió en sí, y se acordó de la abundancia de la casa de su padre. Recordó aquellas manos que le habían entregado su herencia, y que lo habían bendecido tantas veces. Recordó que en la casa del padre, hasta los jornaleros tenían abundancia de pan. Recordó que su padre lo amaba y era misericordioso, y decidió volver.
Las Escrituras indican que su padre lo reconoció de lejos, y fue movido a misericordia, y corrió hacia, y se echó sobre su cuello, y le besó. De la misma manera, cuando uno de Sus hijos decide regresar a Su casa, el corazón de Dios, que rebosa de amor, se apiada de él.
Amado lector, si usted es el hijo pródigo de esta historia, ya es hora que vuelva en sí, que recapacite y regrese a la casa del Padre Celestial. Si un padre humano fue capaz de perdonar la traición y los errores de su hijo… ¿Cuánto más lo hará el Señor por usted? Él se encuentra con los ojos puestos en el camino, esperando que usted regrese a su casa. Cuando lo vea de lejos, Él correrá los últimos metros hacia usted, le abrazará y dará la orden a Sus ángeles, para que le vistan con los vestidos del heredero, y que le vuelvan a poner el sello que ha perdido.
El fallo inicial de aquel joven consistió en que puso sus ojos en los bienes, en las regalías, y en las bendiciones de su padre. La Palabra de Dios revela que: “Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación” (Santiago 1:17). No obstante, en ciertas ocasiones, las bendiciones celestiales pueden volverse contraproducentes y tornarse en algo negativo, esto es, cuando nuestra vida espiritual está fundamentada y enfocada en las bendiciones que recibimos del cielo.
Cuando esto sucede, corremos el mismo peligro que el hijo pródigo. En efecto, nuestra vida espiritual empieza a patinar, porque nos hemos acostumbrado al cúmulo de bendiciones. Entonces nos cegamos, y apartamos la mirada del rostro de Dios, para fijarnos solamente en Su mano que bendice. Hoy en día, hay mucha gente que conoce al Señor solamente como alguien que da, y sus oraciones consisten siempre en exigencias y solicitudes. Nunca oran por su familia, los hermanos, los pastores, y los que andan perdidos en este mundo sin salvación. Y estos son como el hijo pródigo, quien le dijo a su padre: “dame lo que me corresponde”.
Así, pues, como muchos de nosotros, aquel joven nunca vio claramente el rostro de su primogenitor, sino solo de sus manos. En otras palabras, nunca le dio importancia a la bondad de su padre, no gustó de su misericordia, ni tampoco supo apreciar la mirada de amor que reservaba a sus hijos. El hijo menor se centraba de forma exclusiva en los beneficios materiales que podía sustraerle a su padre en su calidad de heredero. Amados, si fijamos la mirada en las manos del Padre Celestial, quedarán opacados Sus demás atributos, y perderemos bendiciones quizá más profundas todavía.
En el momento cuando el padre vio a su hijo perdido venir de lejos, corrió hacia él porque sabía que la actitud de éste había cambiado. Aquel hombre sabía que el joven ya no podía exigirle dinero ni herencia, por cuanto se las había entregado. Si volvía a la casa del padre, era sin intereses personales, por cuanto ya no le esperaba nada allí, excepto el perdón y trabajar como cualquier jornalero para ganar su pan de cada día.
LA BENDICIÓN DE PONER LOS OJOS EN EL ROSTRO DEL PADRE
Aunque no le quedaba ningún beneficio económico por recibir, el hijo pródigo decidió acercarse de nuevo a la casa paternal para morar en el lugar de bendición. Decidió cambiar la mirada que le dedicaba a su padre, y verlo como los jornaleros que trabajaban en su hacienda.
Después de abrazarlo y perdonarlo, el padre dio órdenes con respecto a su hijo: 1) Que lo vistieran con las mejores ropas; 2) que le pusieran un anillo en su mano; 3) que lo calzaran; 4) que mataran al becerro engrosado; 5) que se celebrara el retorno. Como denotan estos actos, el padre devolvió a aquel joven todo lo que el mundo y su descarrío le habían arrebatado. Más allá de recibir de nuevo bienes terrenales pasajeros, importaba que fuera restaurado como hijo y heredero de la casa. Y también desde una perspectiva espiritual, aquel joven resucitó: “Este mi hijo muerto era, y ha revivido” (Lucas 15:24).
El reencuentro con Dios cambia la vida del ser humano. El padre pudo ver de lejos que su hijo volvía diferente; el mismo joven que se había mostrado arrogante, que exigió su herencia antes de tiempo, venía ahora cabizbajo, humillado, reconociendo que no merecía que su padre lo recibiera de nuevo en su casa. Aquel hijo era nuevo, y había desplazado su mirada de la mano de su padre para fijarla en su rostro bondadoso.
También el padre dijo que el muchacho se había perdido, pero que ahora había sido hallado (Lucas 15:24) Y es que cuando uno se va de la casa del padre, no importa dónde se meta ni a quién frecuente, está igualmente perdido. Mas cuando regresa, los cielos celebran su retorno con fiestas. Esto lo dijo el propio Señor Jesucristo: “Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento […] Así os digo que hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente.” (Lucas 15:7-10).
Jacob también fue un hombre que abandonó la casa de su padre a causa de sus errores. No obstante, en el vado de Jacob, aquel hombre tuvo un encuentro con Dios que transformó su vida para siempre; porque, por primera vez alzó sus ojos para ver el rostro del Padre: “Y llamó Jacob el nombre de aquel lugar, Peniel; porque dijo: Vi a Dios cara a cara, y fue librada mi alma.” (Génesis 32:30). Pero este encuentro con Dios tuvo consecuencias, y fue que Jacob nunca más volvió a caminar como solía. El varón que luchó con él le descoyuntó la cadera: “Y cuando el varón vio que no podía con él, tocó en el sitio del encaje de su muslo, y se descoyuntó el muslo de Jacob mientras con él luchaba […] Y cuando había pasado Peniel, le salió el sol; y cojeaba de su cadera” (Génesis 32:25-31).
Cuando Jacob miró a Dios cara a cara, dejó de ver en Él únicamente la mano que suple. En efecto, en su huida de la casa de su padre, dijo: “Si fuere Dios conmigo, y me guardare en este viaje en que voy, y me diere pan para comer y vestido para vestir, y si volviere en paz a casa de mi padre, Jehová será mi Dios.” (Génesis 28:20-21) ¡Qué diferencia con las palabras que expresó Jacob después de su encuentro con Dios! (“Vi a Dios cara a cara, y fue librada mi alma.”). Aquel hombre dejó de ver la mano que le suplía, para poner sus ojos en el rostro de Dios.
Los efectos de mirar el rostro bondadoso de Dios fueron espirituales y eternos, como el apaciguamiento de la terrible angustia de su alma. Pero hay más. En el libro de Hebreos, leemos lo que sigue acerca de la muerte de Jacob. “Por la fe Jacob, al morir, bendijo a cada uno de los hijos de José, y adoró apoyado sobre el extremo de su bordón.” (Hebreos 11:21).
Hasta el día en que expiró, el patriarca se apoyó, pues, en un bastón para poder caminar. Cuando miró a Dios cara a cara, no solamente cambió su forma de andar, sino que también empezó a usar un bordón para apoyar sus pasos. Ese bordón se convirtió en su compañero de ruta hasta el fin de sus días, y Jacob nunca pudo separarse de él. La vara de Jacob tipifica al Espíritu Santo, a ese paracleto que va a nuestro lado, que guía cada uno de nuestros pasos. Dicen las Escrituras: “Pero cuando venga el Espíritu de verdad, Él os guiará a toda verdad” (Juan 16:13).
Más allá de conocer a Dios como la mano que nos bendice, es menester que alcemos los ojos y miremos Su rostro. No importa que en ese encuentro salgamos cojeando, porque saldremos apoyados en Aquel que guía al hombre a toda verdad y a toda justicia. El hijo pródigo, como también el sumo sacerdote Josué, fue revestido con vestiduras nuevas (Zacarías 3:3-5); le quitaron las vestiduras viles y sucias que llevaba, y le pusieron ropa de lino fino blanco. Definitivamente, aquel que tiene un encuentro con Dios, camina en novedad de vida.
A su regreso, el hijo pródigo no fue recibido como un jornalero, aunque lo merecía, sino que retomó la posición de hijo.
Amados lectores, Dios nunca ha cesado de ser bondadoso, y este es el día para que miremos Su rostro, y apartemos la mirada de las bendiciones y de las añadiduras. La bondad de Dios y Su infinito amor nos devolvieron la esperanza y nuestra posición de herederos del reino de los cielos. Para ello mandó a su Hijo para redimirnos de nuestra condición pecaminosa: “Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador, para que justificados por su gracia, viniésemos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna.” (Tito 3:4-7).
Cuando nació nuestro Señor Jesucristo, los ángeles testificaron acerca de Su bondad y benevolencia para con el hombre: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Lucas 2:14). Muchas veces oímos este versículo deformado como sigue: “En la tierra paz para con los hombres de buena voluntad”. La buena voluntad fue de Dios, y no del hombre; porque nosotros no merecíamos nada de Su parte.
Sin embargo, la bondad de Dios nos otorgó el perdón de nuestros pecados, y nos dio redención, paz y gozo. El Señor nos vistió con las vestiduras limpias de la salvación, nos selló con su Espíritu Santo y nos dio el calzado del Evangelio de la paz.
Que apartando la mirada de la abundancia y de los obsequios, fijemos nuestros ojos en el rostro bondadoso de Dios. Que las bendiciones no opaquen Su rostro. Y si, como el hijo pródigo, usted se encuentra lejos de la casa del Padre, vuelva en sí y regrese a ella. Dios no le recibirá como un jornalero, sino como a un hijo, y ese reencuentro cambiará su vida para siempre. Dios le bendiga, y que Su paz, la cual sobrepasa todo entendimiento, guarde sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús (Filipenses 4:7). Amén.