jueves, 7 de junio de 2012

El martirio de Policarpio


El martirio de Policarpio

Los cristianos de los primeros siglos debieron enfrentar sangrientas y crueles persecuciones. La entrega al Señor y la profunda fe impidieron que el falso poder humano pudiera derrotar el crecimiento de la Iglesia.
La persecución contra los cristianos alcanzó una crueldad sin límites en el Asia Menor, donde, entre otros muchos, padeció el martirio el venerable Policarpo. Hay una carta circular, escrita por la Iglesia de Esmirna, que ha conservado la relación de aquel suceso. Por su importancia, la reproducimos casi por entero.

En la carta se comentan los tormentos que sufrían los cristianos de aquella región, señalando especialmente el entusiasmo y el calor demostrado por un tal Germánico, quien, una vez, arrojado a las fieras, en vez de temblar ante ellas, las excitaba. La multitud se maravillaba del valor de los cristianos, sin que por eso los mirara con más simpatía. Al contrario; la entereza de Germánico excitó de tal modo a la muchedumbre que, en el colmo de su furor, gritaba: "¡Matad a los ateos! ¡Que traigan a Policarpo!"

Al principio, Policarpo se había propuesto no salir de la ciudad; pero, cediendo a las instancias de sus amigos, salió por fin al campo, donde perseveraba en la oración. Tres días antes de ser preso, tuvo una visión: la almohada donde apoyaba su cabeza, la vio rodeada de llamas. Voy a ser quemado por Jesucristo, dijo proféticamente a los que se encontraban en su compañía. Uno de sus criados que había sido preso, no pudiendo soportar la tortura, denunció a Policarpo, quien avisado oportunamente, desdeñó la ocasión que se le ofrecía huir, contestando a los que se lo suplicaban: ¡Cúmplase la voluntad de Dios! Cuando le avisaron de la llegada de sus perseguidores, bajó de la cámara alta y ordenó que se les diera de comer, al par que suplicaba a sus enemigos que le concedieran un momento para consagrarse a la oración. En sus ruegos, acordóse de todas las personas que había conocido, grandes y pequeños, dignos e indignos, y oró por la Iglesia esparcida por todo el mundo. Así permaneció durante más de dos horas, con tal unción, que los que habían ido a prenderle lamentábanse de la suerte de un hombre tan piadoso y tan venerable.

Después, fue llevado a la ciudad, montado en un borrico. Antes de llegar a ella, encontraron al primer magistrado que acompañaba a su padre y, colocándolo en su carruaje, procuraron hacerle vacilar de su fe.

-Vamos –le decían– ¿qué mal puede venirte si te decides a sacrificar, pronunciando sencillamente estas palabras: Señor César?

A pesar de aquella insistencia, Policarpo permaneció silencioso, hasta que a los ruegos de sus acompañantes, replicó: Nunca seguiré vuestro consejo. Ellos, enojados, le injuriaron y le arrojaron del carro con tanta violencia, que se produjo una dislocación en un pie. Impasible ante el mal que le aquejaba, hostigó a su cabalgadura a llegar cuanto antes a la ciudad.

Ya en el circo, miró resignado aquella multitud que lo llenaba, ávida de la sangre del varón ferviente. Mientras entraba –añade la carta–, oyóse una voz del cielo, que decía: ¡Esfuérzate, Policarpo, ten valor! Al tiempo que la muchedumbre daba gritos ensordecedores, al verlo en la pista.

Conducido a la presencia del procónsul preguntó éste:


-¿Eres tú Policarpo?
-Sí, contestó.
-Pues jura por la fortuna de César. ¡Arrepiéntete y di que los ateos sean cercenados de este mundo!

Policarpo, volviéndose gravemente hacia la multitud que le rodeaba y señalándola con la mano, mirando al cielo, gimió diciéndole:

-Sí, ¡qué los ateos sean cercenados de este mundo!
-Jura por la fortuna de César –añadió el procónsul–, maldice a Cristo, y te devuelvo la libertad.
-Hace ochenta y seis años que le sirvo y no me hizo ningún daño, ¿cómo podré maldecir a mi Rey y Salvador? Ya que parecéis ignorar quien soy, os diré con franqueza que soy cristiano, indicadme el día, y yo os lo diré.
-Dirigíos al pueblo.
-Yo he aprendido a honrar los poderes establecidos por Dios, motivo que me obliga a responderos; en cuanto al pueblo, no lo considero digno de que oiga mi defensa.
-Tenemos las fieras, a las que os echaré si no os arrepentís.
-Haced lo que queráis; no es posible abandonar el bien para abrazar el mal.
-Ya que no teméis a las fieras, seréis quemado vivo, si no os arrepentís.
-El fuego a que me condenáis llamea un instante; después se extingue, y es preciso saber que hay otro fuego que no se extinguirá nunca, reservado en el último juicio para los impíos. ¿Qué esperáis? Realizad en mí vuestro propósito.

El procónsul ordenó, desde luego, que un heraldo lo condujera en medio del circo y anunciara por tres veces que Policarpo había confesado que era cristiano.

Furiosa la muchedumbre, daba gritos, diciéndole: ¡Éste es el doctor del Asia, el padre de los cristianos, el destructor de nuestros dioses! Seguidamente, llamaron al asiarca (el presidente de los juegos)1, pidiéndole que lanzara un león a Policarpo. El asiarca negóse a ello, alegando que había concluido la temporada de los juegos. Entonces todo el pueblo dio voces, diciendo: ¡Quemadle! ¡Quemadle!

La multitud lo arrojó a la calle, buscando las tiendas donde vendieran maderas, y en los baños, haces de leña. Los judíos se mostraron los más ardientes: la hoguera quedó formada en pocos instantes.

Policarpo se quitó los vestidos, desabrochó su cinto y, como quisieran sujetarle con clavos al madero, dijóles: Dejádme, que Aquel que me da las fuerzas para resistir al fuego me las dará también para que inmóvil me consuma la hoguera.

Entonces le ataron con sogas y Policarpo, dirigiendo la mirada al cielo, oró:

Señor, Dios Todopoderoso, Padre de Jesucristo, tu Hijo amado, y bendito, por quien hemos recibido la ventura de conocerte, te doy gracias porque me has juzgado digno de este día y de esta hora, contándome el número de tus mártires y haciendo que participe con ellos del cáliz de Jesucristo, para resucitar alma y cuerpo a la vida eterna y gozar de la incorruptibilidad por tu Santo Espíritu. ¡Pueda yo ser recibido hoy en medio de tus elegidos como víctima agradable! ¡Oh, Dios verdadero y fiel! Como lo habías preparado y manifestado de antemano, así lo has cumplido. Yo te alabo, ¡oh Dios!, por todas estas cosas; te bendigo, te glorifico al par que a Jesucristo, tu eterno hijo, divino y amado, al cual, como a Ti y al Espíritu Santo, sea la gloria desde ahora y para siempre.

Encendida la hoguera, se levantó una gigante llamarada que formó alrededor del cuerpo del mártir como una bóveda, parecida a la vela hinchada de un buque, semejante a oro o plata que brilla en el crisol, al mismo tiempo que al cuerpo de aquel sufrido mártir descendía un olor suave a incienso, mezclado con perfumes deliciosos.

Uno de los verdugos, viendo que el fuego no llegaba a él, se acercó y le atravesó con una espada. De la herida manaba sangre, con tal abundancia que apagó el fuego. Los fieles procuraron recoger su cuerpo, pero los judíos que habían adivinado su deseo, pidieron al gobernador que no lo permitiera. Tal vez –decían– olviden al Crucificado para adorar a Policarpo.

¡Cómo si fuera posible –añaden los autores de la carta– abandonar a Cristo, que sufrió por la redención del mundo entero, para adorar a otro! Nosotros, adoramos a Cristo: en cuanto a los mártires, solamente los rodeamos de nuestro respetuoso amor, porque han sido los imitadores del Salvador y de sus discípulos."

Y termina la carta diciendo que los fieles recogieron sus calcinados huesos, de más valor para ellos, que "las alhajas más preciosas y que el oro más puro":

"Los colocamos en un sitio a donde pudiéramos llegar, con el permiso de Dios, y celebrar con alegría el aniversario de su martirio".

Permítasenos reproducir las notables reflexiones que el deán Milman hizo al relato que acabamos de leer:

"Toda esta relación lleva impreso el sello de la verdad. La actitud prudente al par que resuelta del anciano obispo, el furor del populacho, los judíos, aprovechando la ocasión de manifestar su odio, siempre vivo, al nombre cristiano, todo está descrito con sencillez y naturalidad. Lo maravilloso de la carta no puede sorprendernos. La exaltada imaginación de los espectadores cristianos transforma en milagro cualquier incidente. La voz del cielo, que solo los fieles pueden percibir, la llama de la hoguera, con tan poco tiempo preparada, formando una bóveda sobre el cuerpo indemne, el olor, suave, producido probablemente por los haces de plantas aromáticas sacadas de las casas de los baños públicos, que se destinaban para calentar los baños a los ricos, la efusión de su sangre, en fin, todo ello podía asombrarles a causa de la decrepitud de un anciano que tendría lo menos cien años de edad. Hasta la visión pudo presentarse a su espíritu en una tan peligrosa crisis"

De Policarpo ha quedado su Epístola a los filipenses, en la cual habla del apóstol Pablo: "Cuando estaba entre vosotros, os enseñaba, fiel y constantemente, la Palabra de Verdad. Cuando estuve lejos de vosotros, os escribí una carta. Si queréis edificaros en la fe, la esperanza y la caridad, estudiadla con cuidado".

Su epístola se compone, casi enteramente, de citas bíblicas y referencias a pasajes de Pablo, pues compone que los filipenses conocían las Escrituras. Andamos que Policarpo no escribió solo en su nombre, sino también en el de los presbíteros y ancianos que estaban con él4.

Debido a su larga vida, Policarpo es, de alguna manera, el lazo que une la época apostólica con el siglo III. Uno de sus discípulos, Ireneo, obispo de Sión, vivía aún en el año 202. En una carta escrita al final de su vida, donde cuenta los recuerdos de su infancia –más frescos en su memoria que muchos sucesos más recientes, según dice¬–, Ireneo da de su reverenciado maestro los detalles siguientes: "Yo podría indicar el sitio donde el bienaventurado Policarpo tenía la costumbre de sentarse a hablar… Me acuerdo de su humor, de sus ademanes, de su talle. Podría repetir sus discursos y, ordinariamente, lo que contaba de sus relaciones familiares con Juan y con otros que habían conocido al Señor. De qué modo repetía sus discursos y hablaba de los milagros de Cristo y su doctrina, como se lo habían contado los que lo habían visto. Todo lo que nos decía de estas cosas estaba de acuerdo con lo que leemos en las Escrituras. Por la gracia de Dios, escuché con mucha atención –anotando cada detalle, no en el papel, sino en mi propio corazón–, lo que refrescó a menudo el recuerdo de mi juventud"5.


Tomado del libro Historia de la Iglesia Primitiva, desde el Siglo I hasta la muerte de Constantino, E. Backhouse y C. Tyler